Romanticismo y reflexión serena: el trapeador
- E.M.S.
- 31 dic 2013
- 1 Min. de lectura
Se exprime, se cuelga, siempre anda en la suciedad o en el agua, pero es indispensable en los pisos de mosaico, que en México, con clima relativamente templado, son mayoría. Es un trapo, un paria útil en casa y lugares públicos. Luce feo, puede oler mal, se le arrincona. Según el país o la región, en el mundo de habla hispana le llamamos mechudo, greñudo, peludo, fregona, mopeador (un horrible calco del inglés) y, lo juro, “cabeza de abuelita” por su típico color de algodón crudo (aunque ahora, con las nuevas fibras, existen de diversos colores). Aquí lo reconocemos fácilmente de norte a sur por trapeador.
En Estados Unidos, epítome de la sociedad irresponsablemente consumista, vi a una persona secar una tímida mancha de humedad con metros de toallas de papel; en nuestro país basta el módico trapeador, que puede tener una vida útil de meses o años, según el cuidado que le dediquemos. Si se lava y exprime a conciencia después de usarlo, se prolonga su vida útil; si se orea, deja de oler mal. Junto con la escoba y el mandil, es símbolo de la paridad de género.
Ansioso de dominar el mercado, se vende ya un pequeño robot que hace el aseo y el cual irá bajando de precio conforme se adquiera y se perfeccione. Me atrevo a decir que jamás tendrá las ventajas prácticas, económicas y románticas de un trapeador, como el libro de papel con relación al libro electrónico. Larga vida al trapeador. Pocas tareas tan propicias como el trapear para practicar la humildad y la reflexión serena. Por ejemplo, sobre nuestros pasos por este mundo. ©

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